Como ya vimos en los anteriores artículos, el Mazda MX-5 de primera generación era un deportivo puro y honesto, diseñado para ser el verdadero heredero de los deportivos clásicos desde su mismísimo origen. Con una base técnica desarrollada única y exclusivamente pensando más que en el rendimiento bruto en el placer de conducir, a la mima vez que conformaba un paquete estéticamente atemporal.
En esta ocasión tuvimos la fortuna de poder probar una unidad perteneciente a la primera serie fabricada del modelo, dotada del único motor con el que salió originalmente al mercado, en 1990 en Europa. Un 1.6 litros de 115 caballos. Además, este ejemplar estaba dotado de una opción de color bastante rara en Europa, el blanco denominado Crystal White, uno de los colores originales en el que fue lanzado el modelo y de los que más difusión tuvo en mercados como el japonés o el norteamericano, pero que curiosamente tuvo muy poca salida en nuestro país, donde irónicamente es más habitual encontrar unidades de color verde, una de las opciones de color menos producidas, que del propio blanco original.De hecho y como ejemplo, durante los primeros kilómetros de prueba recibimos incluso alguna oferta de compra espontaneas por el ejemplar.
Sensaciones
En persona es tan pequeño como parece en las imágenes, pequeño y sobre todo bajo. Dotado de unas líneas que si bien son muy sencillas, esculpen una carrocería muy atractiva y sobre todo ordenada y equilibrada, probablemente uno de los roadsters más atractivos de todos los tiempos.
El diminuto habitáculo acoge lo justo, lo que para unos puede resultar estrecho pero para un aficionado al motor o al modelo seguro provoca la sensación de estar instalado dentro de un cockpit, sentado a muy baja altura y con el capó delantero a poca distancia de la altura de los ojos, muy horizontal, como primera referencia tras el volante. El ajuste del cuerpo ante los distintos mandos es sencillo y cómodo y la sensación de espacio es más que suficiente, a pesar de que el tamaño del habitáculo es diminuto, como en todos los roadsters.
El empuje del motor de esta versión es más que suficiente desde los regímenes más bajos. Sin resultar explosivo en ningún momento, el tetracilíndrico atmosférico resulta tener una respuesta muy gradual y lineal, como los motores de este tipo de la época. Aunque la verdadera razón de ser del MX-5 no son las cifras estratosféricas de potencia o prestaciones, sino la conexión entre las manos y el volante, y las sensaciones resultantes de la conducción sobre el piloto.
Su bajo peso inferior a la tonelada, con un excelente reparto del 50 / 50 sobre ambos ejes y una arquitectura de suspensión más propia de modelos de mayor calado, permite que el pequeño MX-5 disponga de un comportamiento de primer nivel, en el que el conjunto transmite una agilidad y un control que está por encima de muchos modelos de su segmento, incluidos el de algunos roadsters más modernos y potentes, posteriores al MX-5 de primera generación.
Con este modelo no se trata de la velocidad que pueda llegar a alcanzar en línea recta, sino de las sensaciones de deportividad que solo un afinado y ligero bastidor es capaz de ofrecer a su conductor.
Esta unidad del MX-5, como otras que hemos probado durante estos años, si bien no disfruta del refinamiento de modelos más modernos, sí que puede presumir de un tacto único, muy cercano al que nos puede transmitir un kart. Con una dirección muy directa, con la que los virajes se realizan con gran precisión, haciendo cada trayecto una experiencia de conducción muy particular, a pesar de la escasa potencia del conjunto. Aportando unas sensaciones que nos recuerdan más a un deportivo clásico, simples y puras, que a un modelo de la década de los noventa.
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